De niño, Santi Moix —el pintor nacido en Barcelona— a menudo hacía viajes de fin de semana con su padre a Saurí, una remota aldea catalana de dieciséis personas que está en lo alto de los Pirineos. Ahora, a los 57 años, Moix quizá es lo más cercano que Saurí tiene a una celebridad local, después de haberse hecho de una carrera exponiendo sus obras en el Museo Brooklyn, en la Galería M77 y en latienda de Prada en el barrio de SoHo en Nueva York (un encargo de 2013) que incluyen sus murales de flora y fauna, abstractos e hipersaturados.
Hace cinco años, el gobierno local y el obispo le preguntaron al artista si podía venir a pintar el interior de Sant Víctor, la iglesia románica de 1100 años de antigüedad de la aldea, cuyos muros de piedra sin tratar se habían vuelto opacos y decrépitos con el paso del tiempo. Moix, quien no es religioso, se mostró reacio. Finalmente, después de muchos meses de negociaciones, aceptó… pero solo si le daban licencia artística total, libre de obligaciones conceptuales para con la Iglesia o el Estado. “Fui claro en que no pintaría santos ni mártires”, dice.
Lo que terminó produciendo es su pieza más grande hasta la fecha, unos 111 metros cuadrados de frescos que cubren gran parte de la iglesia, algo que describe como un “jardín enorme y lleno de fantasía”. Este nuevo Edén —bosquejado al detalle en su estudio de Brooklyn— tiene una abundancia de margaritas psicodélicas, salamandras moteadas, bestias con tentáculos y ovejas que copulan, todo representado con franjas vaporosas de color verde césped, amarillo brillante y rosa intenso. Después de que los asistentes lijaron y enyesaron los muros de Sant Víctor (y cubrieron algunas obras mediocres de arte), Moix pasó tres años en Saurí, yendo y viniendo, mientras pintaba estas escenas directamente en las superficies del edificio por hasta quince horas al día utilizando brochas de cerdas de jabalí hechas a mano y pigmentos orgánicos diluidos con agua. “Como tatuajes sobre piel humana”, dice, “los colores seguirán absorbiéndose
Los motivos que aparecen en este mundo natural fauvista son fundamentales en la obra de Moix, aunque él dice que lo que le pareció más inspirador fue la oportunidad de quitarle la iconografía religiosa a un lugar de culto. (Sant Víctor, que les ha dado la bienvenida a feligreses desde su fundación en el siglo IX, estuvo cerrada durante la transformación, pero reabrirá de nuevo este mes).
“Las iglesias solían inspirar miedo con imágenes de fuego y demonios”, dice Moix. “En cambio, me encantó la idea de abrumar con colores”. El gobierno catalán y la diócesis que lo contrataron estuvieron de acuerdo; sus miembros consideraron que este acuerdo —que se expandirá para asignarles propiedades católicas abandonadas a otros artistas regionales— es una manera de remplazar las pinturas bíblicas alguna vez vibrantes que llenaban cientos de iglesias de la región antes de que las vendieran o se las robaran.
Al pintar Sant Víctor, Moix se unió a una tradición histórica: la Iglesia católica es, desde luego, responsable de gran parte de los más grandes proyectos artísticos del mundo cristiano. Pero también es parte de un movimiento más reciente, uno en el que los artistas contemporáneos dan nuevas formas a espacios religiosos. Hace unos meses, la pintora estadounidense Julie Mehretu convirtió una iglesia fuera de servicio de Harlem en un estudio elevado donde creó pinturas gigantes de casi 10 metros de ancho (ahora expuestas en el Museo de Arte Moderno de San Francisco) y donde a veces recibió a visitantes. El escultor Gareth Neal, que radica en el Reino Unido, y el diseñador Chris Eckersley hace poco remodelaron una iglesia londinense, y este marzo Neal ofrecerá un espectáculo individual en otra. En el invierno, un espacio inspirado en las capillas románicas que diseñó el fallecido Ellsworth Kelly será develado en el Museo Blanton de Arte en Austin, Texas.
Es fácil desestimar estos proyectos como obras oportunistas, una manera de apoderarse de edificios magníficos que fueron abandonados en una época en la que se cree cada vez menos en Dios, a favor del amor que el mundo del arte siente por los espectáculos extraordinarios. Pero Moix considera que este encargo es una manera de revivir una región —llena de tensiones debido a un conflicto— que alguna vez fue su hogar. “Quiero darles a los lugareños algo de lo que puedan estar orgullosos”, dice. A veces, mientras pintaba, los residentes de Saurí visitaban el lugar, y asentían con aprobación o incluso comenzaban a orar. En esos momentos, Moix simplemente los dejaba tranquilos.
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